sábado, 30 de marzo de 2013

Solo un ratito más


Oh amor,
Sé egoísta
Y quédate un rato
Descuartiza mi sentido, poco a poco
Maniátame, envenéname lento, hazme sufrir a plazos.

Prefiero ir lento a la muerte
Que morir al acto,

Porque matándome poco a poco
tienes que estar cerca mía;
aquí cerca, donde pueda besarte.
Aquí, cerca, dándome vida
y quitándome sangre.

Arrepiéntete, ven a matarme

lunes, 18 de marzo de 2013

De un "todopoderoso" idiota


Mi cuarto está lleno de magia. Hay un derrame verde por toda la pared, realmente igualado. No me puedo quejar. Nació una mesa debajo de una ventana; Yo la suelo vestir de dos cajones blancos (con tripas y todo), y también le pongo muchas cosas en la cabeza, a modo decorativo. Viven dos hermanos armarios emparedando mi sueño; el uno más alto, el otro más bajo. El sueño es sueño sobre plumas de rapaz; más abajo, unas cuantas tablas inertes, y; más abajo, un mundo oscuro y tenebroso.

De allí dentro, entre los faldones de la cama, sacaban un mito; yo ilusionaba miedoso con él, sin ganas de mirar: Solo ilusionar. Tenía pensado algún monstruo, había visionado un antropomorfo feo y horondo que comía huesos. Era muy iluso yo. Casi siempre escuchaba laborar debajo de la cama, un ruidito continuo, casi placebo; y como la gente decía muchas cosas maravillosas… ¡También quería inventar yo algo! Pero no tan loco como para asustar a mis padres, ni tan nimio como para dejarlo pasar. Creí haber dado rápido en el clavo. El repugnante come-huesos me había fascinado, me pasaba horas dibujándolo. Pero claro, como veía muchas series de dibujitos animados, al final algún resquicio de éstos plagiaba yo. Una nariz gorda, roja, como agrietada, casi le llegaba a tocar la boca. Boca sin apenas dientes. Dientes sin apenas blancos. Ojos bobos y redondos bajo la techada de un bosque colmado de gnomos chiquitines. Vivían en cabañitas y se columpiaban con sus pelos. La cara, en definitiva, deforme en forma; Asquerosa, babosa, repugnante, fétida y llena de sebo, con un color grisáceo que se ensuciaba fácilmente. El cuerpo no lo terminé de dibujar, pero, bueno, me lo imaginaba grande, gordo, tetudo y, siempre, maloliente. No es que fuese un bicho malo, un ser maligno. Más bien era bobo. No controlaba sus actos y, si tenía hambre… ¡Era lo peor! Le daba igual todo.

Un día en la cama, antes de dormir, mientras escuchaba el ruidito, me paré a pensar: “¿Cómo un monstruo tan grande puede vivir debajo de mi cama? Y, si come huesos ¿De dónde es que los sacará? No puede comer gente tan fácilmente sin que los demás nos diésemos cuenta y, si es así: ¿Por qué no me habrá comido ya a mí?” Estas reflexiones me dieron qué pensar en contra de esta existencia ilusoria. No obstante, ¡Seguía escuchando la eterna marcha nocturna de, quien quiera Dios que fuere, el que viviese debajo de mi cama! Un tronar de herramientas y cadenas y metales fríos chocando. Una melodía inquietantemente tranquilizadora; “¿En qué demonios he estado pensando? ¿Por qué no diantres descubro la causa…? ¡Qué miedo!”.

Estaban mis padres y hermanos en casa. No había nada que temer; nunca me había hecho nada esa sonata. No tenía qué temer, sinceramente. Voy a ello, me inclino y destapo la oscuridad sobre la cual reposa mi sueño. Oscuro. Silencio. Vale, necesito una linterna.

Seguían mis padres en casa, no hay nada que temer. No tenía por qué temer, sinceramente. Vuelvo a ello. Linterna en mano, levanto la falda… ¡Está claro que el ruido sale de ese agujero! Es obvio por su fuerza, he girado la cabeza nada más oír, y ahí anda el agujero. Me va a costar mucho mirar bien de cerca ese gordo agujero. Voy a retirar la cama; pero, ¡Alto! La luz apagada mejor, vaya a ser que alguno venga a quitarme el descubrimiento…

Intenté hacer el menor ruido. Deslicé solo una patita de la cama, tornando cabeza y pie conmigo. Al final lo puedo tener. Casi que no hace falta la linterna, en realidad. Con la lunática luz creo que me basta, ¡Qué miedo! Vuelven al suelo mis rodillas y manos, ¿Y eso? Habían poblado las mediaciones del agujero una panda de bichejos diminutos. A su tamaño una rata nos parecería una quimera gigante, un gran dinosaurio voraz. Eran pelusillas, oscuritas y regordotas; aunque muy pequeñas. Se inclinaban entre sí y hablaban, tramaban, cuchicheaban. “¿Qué quieres? ¿A qué vienes?” Habló una chocha voz inquisidora. “¿Qué quieres? ¿A qué vienes? ¡Di!” Reiteraba la misma chocha e inquisidora voz.

Me quedé asombradísimo, ¡Eureka! ¡Grandísimo descubrimiento! ¡Esas pelusillas me hablaban! “Yo soy vuestro vecino de arriba, duermo arriba vuestra.” Dije atónito. “¿Vienes a vivir o a ver?” Me dijo otra pelusilla de idéntica voz; “No, no. Venía para ver un rato.” ¿Cómo iba a vivir yo en ese maltrecho agujero? Ellos al parecer vivían, con otros vecinos, dentro del hueco. Éste suponía el entramado subterráneo de mi parqué. Vivirían por todo mi cuarto. Me dijeron que podía levantar un poquito la zona del agujero, pero que tuviese cuidado. Ellos vigilaban las salidas y entradas del pequeño reino. No se permitía salir de él así como así. Había unas normas que cumplir.

En aquel momento “normas” para mí significaba la voluntad de mi madre. Lo que ella dijese. Supongo que no serían cosas muy distintas. No lo serían realmente. Eran demasiado pequeñas.

Levanté un poquito el suelo. Con mi lúcida vista y la ayuda artificial de mi linterna conseguí ver mejor: ¡Genial! unos pelillos diminutos, muy menuditos; quietos, con los ojos grandes, a pesar de sus menuditos cuerpos. Si para los anteriores una rata fuera quimera enorme, para éstos la rata sería una ciudad pelosa y llena de rabia. Su hogar realmente podría bien ser, sin embargo, una rata. Menos por aquello de lo peloso ni los ojos ni patas, sólo por la rabia. “¡Apaga, apaga, apaga, apaga!” me chillaban al oído las cancerberas del agujero. Que gritos más inoportunos, que insolentes voces chochas e inquisidoras. Ya va, ya la apago. La lunática luz me servirá: “¿No os gusta la luz?”; “¡No!” gritaron al unísono todas ellas, las ocho o diez que habían.

Vuelvo a dirigir mi atención al entramado subterráneo. Para mi asombro, me encuentro con otras pelusillas rondando las tierras del reino. Dirigiendo, observando, obligando el incesante y triste resonar metálico, -¡Que llevaba retumbando todo el rato!-, la monotonía de los “alfileritos”. Estos chocaban sus “cabezas” entre sí, formaban islotes y chocaban; dando a luz una acuarela. Infinidad de colores aguados que hacían ríos entre los entramados subterráneos de mi parqué. Lo hacían individualmente o en bloques (grandes y pequeños). Mientras las pelusillas laboraban a su forma: Miraban, caminaban, cogían los colores y los apachurraban… Otras pelusillas, vestidas de bata y gafas graduadas y más pequeñas, hacían matemática; también supervisadas. Inventaban descubrimientos. Descubrían números y nuevas formas de unirlos. Ellas se encargarían del “plan de salvación”, opuesto a lo que sería el “plan de destrucción” (el resto de las pelusillas). “Salvar” o “destruir”, respectivamente, a los alfileritos.

La primera vez que me contaron estas políticas no las entendí muy bien, me lo tuvieron que repetir por lo menos cinco o seis veces. Fue así: Cuando intenté hablar con los alfileritos ellos callaban. Supuse; porque estarían en horario de trabajo. Esperé un rato, a ver si las pelusillas tocaban el timbre del recreo. Esperé un buen rato. Un muy buen rato. Un ratísimo. Hasta que decidí coger la linterna y usar su luz. Así las pelusillas se irían y, a lo mejor, hablaban los eternos ruidosos del color; nada más lejos de la realidad. Las pelusillas huyeron gruñendo de la luz y pude entablar una conversación con los alfileritos.

Ellos me hablaban igual que trabajaban, formando bloques. Pero no hacían ruidos, ni producían color. Se molestaban en representar en el suelo las letras que les servirían para hablar. Por lo menos tropecientos mil de ésos servirían para hacer una frase tan larga como ésta que lee usted, amigo o amiga. Por lo menos tropecientos mil o más. Me entendían perfectamente y no tardaban mucho en contestar, no muchísimo. Un poco en realidad, pero a mí se me hacía el tiempo ligero. Era bonito ver cómo se ponían todos esos ojos flacos en filas, en formación, en letras.

Estaban asustados, me contaban. Las pelusillas son muy chochas e inquisidoras y gritaban mucho. Son un continuo mandamiento a gritos. Ellos, los alfileritos, trabajan toda la noche para poder producir sarpullidos mágicos, brotes fantasiosos con que hacían un bálsamo las pelusillas de bata y gafas graduadas. Ese bálsamo, me decían, es un milagro. Consigue el bálsamo que los alfileritos no se mueran de una enfermedad muy mala que, de vez en cuando, había por allí: Se te llenaban los huesos de minipelusillas y te morías tosiéndolas; se te ponían los ojos muy pequeños, no veías nada y, bueno, entonces “te podían hacer lo que quisiesen”. Pero el bálsamo, en cambio, hacía que se diluyesen estas pequeñitas hebras malignas, que se escurriesen hasta el suelo sin causar problemas. Era muy molesto tener la enfermedad, contra ello trabajaban toda la noche. Toda la noche trabajando, haciendo el ruidito que yo oía, ¡Pobrecillas! ¡Toda la noche trabajando! Y las pelusillas por ahí, haciendo el tonto. Sin nada que hacer. Solamente creaban, algunas, el bálsamo y vomitaban, otras, las minipelusillas. Plan de salvación, plan de destrucción; respectivamente.

Era muy lento hablar con los alfileritos. Además, hacía ya un rato que sentía un cosquilleo en la nuca y me parece que son las pelusillas intentando conspirar contra mí. Apago la luz de la linterna. Silencio. Oscuro. Ahora no veo nada, quizás por el cambio de luz. Me quedo quieto. Vuelta al rechinar de los metales, al llorar silencioso de los alfileritos que se esconde entre ruidosos cabezazos laborales. Se me empezó a amoldar la vista a la oscuridad, ya veía bien. Aparecieron las pelusillas gordas y las más chicas, con batas y gafas graduadas. Diciendo barbaridades, formando escándalo. Vuelta al rechinar de los metales. En mi oreja: “¡Ya está bien, ya está bien! ¡Fuera, se te acabó el tiempo!”. Las pelusillas en mi oreja, formando escándalo. De modo que volví a tapar el reino que está debajo de mi cama, volvíamos a estar las pelusillas cancerberas, el agujero-entrada y yo.

-¿Por qué nos haces esto? ¡Nos da miedo la luz!- Hablaban al unísono y entre sí.
-¿Y por qué ustedes le hacéis trabajar tan duro a los alfileritos?
-¡Trabajamos por su salud! ¡Los cuidamos!
-¡No! Los estáis matando con esa musiquilla triste y esos colores tan horrendos
-¿No te gustan los colores?-Preguntaron asombradas.
-No cambiéis de tema, ¿Por qué le lanzáis esas minipelusillas?¿Por qué los matáis?
-Pero nosotras los salvamos, trabajamos por su salud. Trabajamos en el bálsamo. Los alfileritos son nuestros amigos, tienen que trabajar para ayudarnos a salvarlos.
-¿Y por qué no dejáis entonces de lanzar minipelusillas que se te agarran a los huesos y te dejan los ojos chicos? ¿Por qué devastáis sus bloques tan ferozmente?
-Ah, bueno. Eso es así. No hay nada que hacer. La ley es la ley.
-Pero…
-Nada, se acabó tu tiempo. A dormir. Tápanos. Se acabó tu tiempo. La política es la política. No la tienes por qué entender. Nos da igual. Trabajamos por su salud, ¿Qué clase de ser eres para que no te gusten los colores?-En mi oreja las pelusillas formando escándalo. Yo estaba cansado. Me fui a dormir. Ya no quiero saber más de esas dichosas voces chochas e inquisidoras. Supongo que no se puede hacer nada.

Y bien, como decía. Mi cuarto está lleno de magia. Entre los hermanos armarios, colgado de la verde pared, vivía un señor en un cuadro. No sabía éste qué hacía allí, tenía la cara descompuesta. Cerca de la ventana hay también…