Mi cuarto está lleno de magia.
Hay un derrame verde por toda la pared, realmente igualado. No me puedo quejar.
Nació una mesa debajo de una ventana; Yo la suelo vestir de dos cajones blancos
(con tripas y todo), y también le pongo muchas cosas en la cabeza, a modo
decorativo. Viven dos hermanos armarios emparedando mi sueño; el uno más alto,
el otro más bajo. El sueño es sueño sobre plumas de rapaz; más abajo, unas
cuantas tablas inertes, y; más abajo, un mundo oscuro y tenebroso.
De allí dentro, entre los
faldones de la cama, sacaban un mito; yo ilusionaba
miedoso con él, sin ganas de mirar: Solo ilusionar. Tenía pensado algún
monstruo, había visionado un antropomorfo feo y horondo que comía huesos. Era
muy iluso yo. Casi siempre escuchaba laborar debajo de la cama, un ruidito
continuo, casi placebo; y como la gente decía muchas cosas maravillosas…
¡También quería inventar yo algo! Pero no tan loco como para asustar a mis
padres, ni tan nimio como para dejarlo pasar. Creí haber dado rápido en el
clavo. El repugnante come-huesos me había fascinado, me pasaba horas
dibujándolo. Pero claro, como veía muchas series de dibujitos animados, al
final algún resquicio de éstos plagiaba yo. Una nariz gorda, roja, como
agrietada, casi le llegaba a tocar la boca. Boca sin apenas dientes. Dientes
sin apenas blancos. Ojos bobos y redondos bajo la techada de un bosque colmado
de gnomos chiquitines. Vivían en cabañitas y se columpiaban con sus pelos. La
cara, en definitiva, deforme en forma; Asquerosa, babosa, repugnante, fétida y
llena de sebo, con un color grisáceo que se ensuciaba fácilmente. El cuerpo no
lo terminé de dibujar, pero, bueno, me lo imaginaba grande, gordo, tetudo y,
siempre, maloliente. No es que fuese un bicho malo, un ser maligno. Más bien
era bobo. No controlaba sus actos y, si tenía hambre… ¡Era lo peor! Le daba
igual todo.
Un día en la cama, antes de
dormir, mientras escuchaba el ruidito, me paré a pensar: “¿Cómo un monstruo tan grande puede vivir debajo de mi cama? Y, si come huesos ¿De dónde es que los sacará? No puede comer gente tan fácilmente sin que
los demás nos diésemos cuenta y, si es así: ¿Por qué no me habrá comido ya a
mí?” Estas reflexiones me dieron qué pensar en contra de esta existencia
ilusoria. No obstante, ¡Seguía escuchando la eterna marcha nocturna de, quien
quiera Dios que fuere, el que viviese debajo de mi cama! Un tronar de
herramientas y cadenas y metales fríos chocando. Una melodía inquietantemente
tranquilizadora; “¿En qué demonios he
estado pensando? ¿Por qué no diantres descubro la causa…? ¡Qué miedo!”.
Estaban mis padres y hermanos
en casa. No había nada que temer; nunca me había hecho nada esa sonata. No
tenía qué temer, sinceramente. Voy a ello, me inclino y destapo la oscuridad
sobre la cual reposa mi sueño. Oscuro. Silencio. Vale, necesito una linterna.
Seguían mis padres en casa, no
hay nada que temer. No tenía por qué temer, sinceramente. Vuelvo a ello.
Linterna en mano, levanto la falda… ¡Está claro que el ruido sale de ese
agujero! Es obvio por su fuerza, he girado la cabeza nada más oír, y ahí anda
el agujero. Me va a costar mucho mirar bien de cerca ese gordo agujero. Voy a
retirar la cama; pero, ¡Alto! La luz apagada mejor, vaya a ser que alguno venga
a quitarme el descubrimiento…
Intenté hacer el menor ruido.
Deslicé solo una patita de la cama, tornando cabeza y pie conmigo. Al final lo
puedo tener. Casi que no hace falta la linterna, en realidad. Con la lunática
luz creo que me basta, ¡Qué miedo! Vuelven al suelo mis rodillas y manos, ¿Y
eso? Habían poblado las mediaciones del agujero una panda de bichejos
diminutos. A su tamaño una rata nos parecería una quimera gigante, un gran
dinosaurio voraz. Eran pelusillas, oscuritas y regordotas; aunque muy pequeñas.
Se inclinaban entre sí y hablaban, tramaban, cuchicheaban. “¿Qué quieres? ¿A
qué vienes?” Habló una chocha voz inquisidora. “¿Qué quieres? ¿A qué vienes?
¡Di!” Reiteraba la misma chocha e inquisidora voz.
Me quedé asombradísimo,
¡Eureka! ¡Grandísimo descubrimiento! ¡Esas pelusillas me hablaban! “Yo soy
vuestro vecino de arriba, duermo arriba vuestra.” Dije atónito. “¿Vienes a
vivir o a ver?” Me dijo otra pelusilla de idéntica voz; “No, no. Venía para ver
un rato.” ¿Cómo iba a vivir yo en ese maltrecho agujero? Ellos al parecer
vivían, con otros vecinos, dentro del hueco. Éste suponía el entramado
subterráneo de mi parqué. Vivirían por todo mi cuarto. Me dijeron que podía
levantar un poquito la zona del agujero, pero que tuviese cuidado. Ellos
vigilaban las salidas y entradas del pequeño reino. No se permitía salir de él
así como así. Había unas normas que cumplir.
En aquel momento “normas” para mí
significaba la voluntad de mi madre. Lo que ella dijese. Supongo que no serían
cosas muy distintas. No lo serían realmente. Eran demasiado pequeñas.
Levanté un poquito el suelo.
Con mi lúcida vista y la ayuda artificial de mi linterna conseguí ver mejor:
¡Genial! unos pelillos diminutos, muy menuditos; quietos, con los ojos grandes,
a pesar de sus menuditos cuerpos. Si para los anteriores una rata fuera quimera
enorme, para éstos la rata sería una ciudad pelosa y llena de rabia. Su hogar
realmente podría bien ser, sin embargo, una rata. Menos por aquello de lo
peloso ni los ojos ni patas, sólo por la rabia. “¡Apaga, apaga, apaga, apaga!”
me chillaban al oído las cancerberas del agujero. Que gritos más inoportunos,
que insolentes voces chochas e inquisidoras. Ya va, ya la apago. La lunática
luz me servirá: “¿No os gusta la luz?”; “¡No!” gritaron al unísono todas ellas,
las ocho o diez que habían.
Vuelvo a dirigir mi atención
al entramado subterráneo. Para mi asombro, me encuentro con otras pelusillas
rondando las tierras del reino. Dirigiendo, observando, obligando el incesante
y triste resonar metálico, -¡Que llevaba retumbando todo el rato!-, la
monotonía de los “alfileritos”. Estos chocaban sus “cabezas” entre sí, formaban
islotes y chocaban; dando a luz una acuarela. Infinidad de colores aguados que
hacían ríos entre los entramados subterráneos de mi parqué. Lo hacían
individualmente o en bloques (grandes y pequeños). Mientras las pelusillas
laboraban a su forma: Miraban, caminaban, cogían los colores y los
apachurraban… Otras pelusillas, vestidas de bata y gafas graduadas y más
pequeñas, hacían matemática; también supervisadas. Inventaban descubrimientos.
Descubrían números y nuevas formas de unirlos. Ellas se encargarían del “plan
de salvación”, opuesto a lo que sería el “plan de destrucción” (el resto de las
pelusillas). “Salvar” o “destruir”, respectivamente, a los alfileritos.
La primera vez que me contaron
estas políticas no las entendí muy bien, me lo tuvieron que repetir por lo
menos cinco o seis veces. Fue así: Cuando intenté hablar con los alfileritos
ellos callaban. Supuse; porque estarían en horario de trabajo. Esperé un rato,
a ver si las pelusillas tocaban el timbre del recreo. Esperé un buen rato. Un
muy buen rato. Un ratísimo. Hasta que decidí coger la linterna y usar su luz.
Así las pelusillas se irían y, a lo mejor, hablaban los eternos ruidosos del
color; nada más lejos de la realidad. Las pelusillas huyeron gruñendo de la luz
y pude entablar una conversación con los alfileritos.
Ellos me hablaban igual que
trabajaban, formando bloques. Pero no hacían ruidos, ni producían color. Se
molestaban en representar en el suelo las letras que les servirían para hablar.
Por lo menos tropecientos mil de ésos servirían para hacer una frase tan larga
como ésta que lee usted, amigo o amiga. Por lo menos tropecientos mil o más. Me
entendían perfectamente y no tardaban mucho en contestar, no muchísimo. Un poco
en realidad, pero a mí se me hacía el tiempo ligero. Era bonito ver cómo se
ponían todos esos ojos flacos en filas, en formación, en letras.
Estaban asustados, me contaban.
Las pelusillas son muy chochas e inquisidoras y gritaban mucho. Son un continuo
mandamiento a gritos. Ellos, los alfileritos, trabajan toda la noche para poder
producir sarpullidos mágicos, brotes fantasiosos con que hacían un bálsamo las
pelusillas de bata y gafas graduadas. Ese bálsamo, me decían, es un milagro.
Consigue el bálsamo que los alfileritos no se mueran de una enfermedad muy mala
que, de vez en cuando, había por allí: Se te llenaban los huesos de
minipelusillas y te morías tosiéndolas; se te ponían los ojos muy pequeños, no
veías nada y, bueno, entonces “te podían
hacer lo que quisiesen”. Pero el bálsamo, en cambio, hacía que se diluyesen
estas pequeñitas hebras malignas, que se escurriesen hasta el suelo sin causar
problemas. Era muy molesto tener la enfermedad, contra ello trabajaban toda la
noche. Toda la noche trabajando, haciendo el ruidito que yo oía, ¡Pobrecillas!
¡Toda la noche trabajando! Y las pelusillas por ahí, haciendo el tonto. Sin
nada que hacer. Solamente creaban, algunas, el bálsamo y vomitaban, otras, las
minipelusillas. Plan de salvación, plan de destrucción; respectivamente.
Era muy lento hablar con los
alfileritos. Además, hacía ya un rato que sentía un cosquilleo en la nuca y me
parece que son las pelusillas intentando conspirar contra mí. Apago la luz de
la linterna. Silencio. Oscuro. Ahora no veo nada, quizás por el cambio de luz.
Me quedo quieto. Vuelta al rechinar de los metales, al llorar silencioso de los
alfileritos que se esconde entre ruidosos cabezazos laborales. Se me empezó a amoldar
la vista a la oscuridad, ya veía bien. Aparecieron las pelusillas gordas y las
más chicas, con batas y gafas graduadas. Diciendo barbaridades, formando
escándalo. Vuelta al rechinar de los metales. En mi oreja: “¡Ya está bien, ya está bien! ¡Fuera, se te acabó el tiempo!”. Las
pelusillas en mi oreja, formando escándalo. De modo que volví a tapar el reino
que está debajo de mi cama, volvíamos a estar las pelusillas cancerberas, el
agujero-entrada y yo.
-¿Por qué nos haces esto? ¡Nos da miedo la luz!- Hablaban al
unísono y entre sí.
-¿Y por qué ustedes le hacéis trabajar tan duro a los alfileritos?
-¡Trabajamos por su salud! ¡Los cuidamos!
-¡No! Los estáis matando con esa musiquilla triste y esos colores tan
horrendos
-¿No te gustan los colores?-Preguntaron asombradas.
-No cambiéis de tema, ¿Por qué le lanzáis esas minipelusillas?¿Por qué
los matáis?
-Pero nosotras los salvamos, trabajamos por su salud. Trabajamos en el
bálsamo. Los alfileritos son nuestros amigos, tienen que trabajar para ayudarnos
a salvarlos.
-¿Y por qué no dejáis entonces de lanzar minipelusillas que se te
agarran a los huesos y te dejan los ojos chicos? ¿Por qué devastáis sus bloques
tan ferozmente?
-Ah, bueno. Eso es así. No hay nada que hacer. La ley es la ley.
-Pero…
-Nada, se acabó tu tiempo. A dormir. Tápanos. Se acabó tu tiempo. La
política es la política. No la tienes por qué entender. Nos da igual.
Trabajamos por su salud, ¿Qué clase de ser eres para que no te gusten los
colores?-En mi oreja las pelusillas formando escándalo. Yo estaba cansado.
Me fui a dormir. Ya no quiero saber más de esas dichosas voces chochas e
inquisidoras. Supongo que no se puede hacer nada.
Y bien, como decía. Mi cuarto
está lleno de magia. Entre los hermanos armarios, colgado de la verde pared,
vivía un señor en un cuadro. No sabía éste qué hacía allí, tenía la cara
descompuesta. Cerca de la ventana hay también…